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Ricky

 Blog

Futuros recuerdos

Aún recuerdo a mi madre: Etelvina Eduviges Diam de Esteves, cuando se casó de apuro con mi padre: Edelmiro Desiderio Esteves, faltando solo dos meses y diez días para mi imprevisto nacimiento, ya que, apurado por nacer, decidí hacerlo dos meses antes de los nueve reglamentarios.

 

Esa noche si que corrieron todos por mi!. Mi viejo se apuró en cambiarse y conseguir un taxi; al llegar al hospital los médicos se apuraron en atender a mi vieja y la partera se apuró (por primera vez en mi vida) en dejarme ver la luz. Todavía me acuerdo de aquella novata enfermera (Clotilde), que se apuró en decirle a mi padre que había tenido un varoncito, y rápidamente lo llevó junto al lecho donde, emocionada, descansaba mi madre. Allí, juntos, se apuraron en buscarme un nombre: Augustio Clementino Esteves, me llamaron entonces.

 

En mis primeros meses de vida no me faltó nada. Cuando por alguna causa lloraba, mamá se apuraba en atenderme y consolarme, cosa que habitualmente conseguía.

 

Eso si, se apuraron a enseñarme a hablar; y antes de empezar la primaria ya sabía escribir y contar hasta 100.

 

Siempre fui perezoso para levantarme, y más aún para ir al colegio, por eso todos los días terminaba apurándome como un loco para llegar a horario. Al mediodía volvía muerto de hambre a casa y después de comer me apuraba en hacer los deberes para ir a jugar al fútbol o andar en bici con mis amigos.

 

Desde muy pequeño tuve novia, y ocurría que cuando salía con alguna chica me apuraba en dejarla, y cuando la dejaba me apuraba aún más en tener otra; hasta que conocí a la Tota, de quién me enamoré perdidamente.

 

Siendo todavía estudiante secundario empecé a trabajar, pues con la Tota estábamos apurados en casarnos y por eso (aunque tal vez demasiado), me apuré en abandonar mis estudios.

 

Que jóvenes nos casamos!! Eramos dos pibes. Hoy, a la distancia me pregunto: ¿que apuro teníamos?! Con el casamiento crecieron las obligaciones y las responsabilidades; encima nos apuramos en tener hijos, lo que agravó más la situación.

 

A esa altura mi vida ya era un caos: A la mañana nos apurábamos a desayunar con mi señora antes de despertar a los nenes, después me apuraba en llevarlos a la escuela y luego volaba a la oficina. A las tres comía un sandwich apurado y salía corriendo al otro trabajo hasta las nueve, hora en que salía desecho y apurado por llegar a casa, donde después de comer, rendido por el trajín del día, me apuraba en ir a dormir.

 

Esta fue una etapa de mi vida que se me pasó volando, pues parecía que todo se sucedía rápidamente: los chicos se apuraron a crecer; el tiempo se apuraba a pasar, escurriéndoseme por entre las manos sin poder detenerlo; y yo, que sin darme cuenta, envejecía apresuradamente.

 

Un día, a los cuarenta y seis años de edad, apurado por llegar al banco antes de que éste cerrara, crucé una calle céntrica sin mirar y un joven automovilista, que venía transitando velozmente por esa calle, y que hizo lo imposible por esquivarme, no lo consiguió. Algunas personas que estaban en el lugar se apuraron en atenderme, y me llevaron rápidamente a un hospital; pero la muerte no tardó en alcanzarme, y pocas horas después del accidente, dejé de existir.

 

Jamás olvidaré a aquel señor que se apuró en avisarle a mi familia de la fatal noticia; ni tampoco lo mucho que se apuraron mis hijos en conseguirme un buen velatorio donde darme el último adiós. Mis familiares más cercanos se apuraron en difundir la noticia, y todos mis seres queridos se apuraron en venir a despedirme por última vez.

 

Recuerdo que durante el transcurso de la mañana posterior al día de mi muerte, los señores de la pompa fúnebre se apuraron a cerrar el cajón y a partir; así como la caravana que formaba el cortejo fúnebre se apuró en llegar a destino, amenazada por una imponente tormenta que se veía venir.

 

Una vez en el cementerio se apuraron a taparme, debajo de una molesta llovizna que se apuró en caer sobre el lugar. Mi familia, cansada y dolorida, se apuró en marcharse a descansar. En un principio, una vez por semana, ellos pasaban a verme y se quedaban horas, hasta que el cuidador, apurado por irse, venía a indicarles que se tenían que retirar.

 

Ahora, a medida que el tiempo pasa y mi recuerdo se desdibuja en sus memorias, mis hijos vienen a verme cada vez con menos frecuencia y con más apuro. Antes de ayer vinieron con mis nietos (que no llegaron a conocerme), pero se fueron enseguida, pues los chicos estaban apurados por ir a los juegos electrónicos y los padres apurados en llevarlos para poder desocuparse temprano y después salir a la noche.

 

Siempre apurados andan últimamente!, y es lógico, ahora tienen obligaciones y responsabilidades que antes no tenían. ¡Pobres angelitos míos... son tan buenos y trabajadores!

Ricardo E. Somoza
Fines de 1986
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